Ante todo, la montaña. Mi corazón se siente a gusto ahí. No sé si será su majestuosidad o su imponente presencia.
Quizás las cascadas que, tímidas se ocultan en su interior como tesoros, o la forma en que las nubes se acercan, acariciando sus laderas siguiendo su camino, o la resolución con la que el viento se cuela entre sus picos, o la fortaleza con la que permanece inmutable incluso frente a las peores tormentas. Tal vez sean sus cielos infinitamente estrellados.
Pero en realidad lo que más me seduce es un simple punto. Mientras que en el mar ese punto te lleva a mirar el horizonte, en la montaña nace imperante la necesidad de mirar hacia arriba.
Y es allí, en esos vértices a veces blancos, a veces coloridos, a veces tan lejanos y otras más cercanos que nunca, que nuestra mirada une el cielo y la tierra. Y es en ese encuentro, que siento que todo es posible. Quizás por eso sea que la montaña nos ofrece una energía ancestralmente sagrada.
Back to Top